Los sentimientos: La batalla perdida de la lógica

Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha intentado comprender su propia naturaleza. En esa búsqueda, ha surgido una aparente batalla entre dos fuerzas que parecen irreconciliables: los sentimientos y la lógica. ¿Quién no ha sentido alguna vez que su corazón le dice una cosa mientras su mente insiste en otra? A lo largo de la historia, filósofos, científicos y artistas han tratado de definir cuál de estos dos caminos es el correcto, pero la verdad es que ambos son inseparables de la experiencia humana.

Este escrito no busca imponer una respuesta definitiva, sino explorar la compleja relación entre la razón y la emoción. A través de distintos capítulos, abordaremos cómo influyen en nuestras decisiones, nuestras relaciones y nuestra percepción del mundo. Tal vez, al final, descubramos que esta "batalla" no es más que una ilusión y que, en realidad, lógica y sentimientos son dos caras de la misma moneda.

Capítulo I: El primer golpe, cuando sentir duele

Hay decisiones que no se anuncian. Llegan sin previo aviso y se sientan frente a uno como si te conocieran de toda la vida. Te miran con los ojos tranquilos mientras tu pecho arde. Porque sabes que si eliges un camino, no podrás volver al otro. Y aunque lo lógico parece evidente, hay algo en ti —un murmullo, un temblor— que se niega a obedecer.

Nadie te enseña cómo decidir entre lo que se piensa y lo que se siente. Nadie te dice qué hacer cuando la cabeza repite un cálculo perfecto y el corazón se desangra en silencio. A veces lo racional parece un refugio seguro, otras veces una prisión. Porque la lógica no siempre salva. A veces solo prolonga el dolor con argumentos impecables.

Y entonces ocurre eso que no tiene nombre: eliges con el alma, aunque duela. Como si hubiera una voz antigua en lo profundo, más sabia que cualquier pensamiento, que supiera lo que la razón aún no comprende.

El ser humano lleva siglos buscando razones. Explicaciones. Sentidos. Pero hay momentos en los que no queda otra que vivir. Como si sentir fuera la única forma de entender. Como si doler fuera, por un instante, más verdadero que cualquier teoría.

Solo después uno descubre que otros también pasaron por esto. Que no estás solo.

El filósofo Jean-Paul Sartre mencionó estamos condenados a ser libres, y que toda elección implica angustia. Que no hay mapa. Que no hay reglas. Solo tú frente a tu propia vida, intentando decidir con el peso de todo lo que eres. Kierkegaard dijo que cuando ya no hay razones, solo queda saltar. Con los ojos cerrados. Con miedo, sí, pero también con fe. Una fe vital: fe en lo que sientes, en lo que te llama desde dentro.

La ciencia también lo ha notado: nuestras decisiones nacen de zonas profundas, emocionales, antes que de la razón. Elegimos, y luego pensamos por qué lo hicimos. No al revés. El pensamiento llega tarde. El corazón ya ha hablado.

Y quizás eso no sea un error. Quizás la batalla entre lógica y emoción sea solo un espejo de lo que somos: una danza constante entre lo que queremos comprender y lo que ya sabemos sin palabras.

No hay fórmula para tomar decisiones que te rompen por dentro. Solo el valor de sentir y la humildad de no entenderlo todo. Porque hay momentos en los que ser humano es eso: elegir, aunque no sepas por qué, y vivir con la esperanza de que algún día, lo sentirás como la verdad más pura.

Capítulo II: La razón del corazón

Hay algo en el amor que escapa a cualquier forma. Lo llamamos sentimiento, pero es más que eso. Es impulso, es vértigo, es hambre. El amor irrumpe sin pedir permiso y se instala en el pecho como si siempre hubiera vivido ahí. Lo curioso es que, cuando llega, la lógica parece desvanecerse como humo en el viento.

Y es entonces cuando uno empieza a hacer cosas que no “tienen sentido”.

Te quedas, aunque deberías irte. Esperas, aunque todo indique que no vendrá. Perdonas, aunque la herida aún sangra. Te alejas, aunque parte de ti se arranca en ese acto.

¿Quién no ha amado contra la razón? ¿Quién no ha escuchado esa voz interna —cálida, suave, insistente— que dice “quédate”, mientras la mente grita “no vuelvas más”?

El amor es el absurdo más hermoso que conocemos. Nadie lo elige con ecuaciones. Nadie lo calcula. Ocurre. A veces como un susurro. A veces como un incendio.

Y en medio de ese fuego, uno intenta ser sensato. Intentas explicarte por qué lo amas. Buscas motivos, listas, cualidades. Pero al final, si eres honesto, sabes que lo amas por algo que no puedes decir. Lo amas a pesar de. A pesar del daño. A pesar de la distancia. A pesar de ti mismo.

Una vez alguien escribió que el ser humano desea sentido, pero vive en un mundo que no lo ofrece. Que esa contradicción es el verdadero absurdo. Tal vez por eso amamos: porque amar es crear sentido donde no lo hay. Amar es afirmar que algo importa, aunque no sepamos por qué.

El amor desafía la lógica, sí. Pero no por irracional, sino porque pertenece a otra lógica. Una que no está hecha de ideas, sino de presencias. Una que no se demuestra, se siente.

Y a veces, esa lógica del corazón nos salva.

Porque cuando todo parece oscuro, cuando el mundo se descompone en datos y resultados, el amor es esa chispa ilógica que enciende la vida. Ese acto de fe sin garantías. Ese salto, como decía aquel filósofo danés, hacia algo que no puedes ver, pero sabes que está ahí.

Y si bien a veces el amor duele, ese dolor también es una prueba de que estamos vivos. Porque solo lo que se ama puede herirnos tanto.

Tal vez, después de todo, no necesitamos entender el amor. Tal vez solo necesitamos vivirlo con la ternura de quien acepta que hay cosas que no caben en la mente, pero sí en el alma.

Capítulo III: La razón en defensa propia

A veces, para no sentir, pensamos.
No porque la razón sea más fuerte, sino porque duele menos.
Porque hay heridas que, si las tocáramos directamente con el alma, nos partirían. Y entonces levantamos murallas de lógica, estrategias, explicaciones racionales, teorías. Como si el pensamiento pudiera hacer de escudo. Como si comprender fuera lo mismo que sanar.

La mente se vuelve un refugio frío, pero seguro.
Ahí no hay desbordes, ni lágrimas, ni abismos. Solo argumentos, certezas, estructuras. Es el lugar donde habita el “deber ser”, donde todo tiene una causa, una consecuencia, una respuesta. Es el hogar de la previsión, del control, del cálculo. Donde uno puede mantenerse de pie… aunque por dentro se esté cayendo.

Muchos han hecho de la razón su religión.
Porque cuando todo se desmorona, la lógica es lo único que parece no traicionar. Y quizás por eso nos aferramos a ella con tanta fuerza. Porque los sentimientos, aunque nos hagan humanos, también nos hacen vulnerables. Y hay quienes no pueden —o no quieren— permitirse eso.
Tal vez fue por miedo.
O porque nadie les enseñó a abrazar el dolor sin que los destruyera.

Freud lo insinuó con crudeza: la mente no siempre quiere la verdad, quiere protección.
Y en ese deseo de protegernos, la razón reprime lo que no puede explicar.
Cierra puertas. Encierra emociones en el sótano de lo inconsciente.
Pero todo lo que se esconde sigue viviendo en nosotros.
Y lo reprimido no muere, solo espera…
Y cuando vuelve, lo hace con más fuerza, con más rabia, con más tristeza.

En nuestra obsesión por entender todo, a veces dejamos de sentir.
Creemos que si logramos racionalizarlo, entonces dolerá menos.
Pero hay cosas que no se pueden resolver con ecuaciones.
No puedes calcular cuánto duele una pérdida.
No puedes planificar cómo superar una ausencia.
No puedes razonar con un corazón roto.

Y sin embargo, la razón no es el enemigo.
Es la forma que encuentra el alma para no romperse del todo.
Es esa voz que, cuando el corazón grita, susurra: “Sigue”.
Es la brújula que nos orienta cuando la emoción nos ciega.
Es la arquitectura del alma cuando todo lo demás es caos.

Viktor Frankl, que conoció el infierno en los campos de concentración, decía que el ser humano podía  sobrevivir a casi todo… si encuentra un sentido. Y el sentido, muchas veces, se encuentra en lo más alto del pensamiento. Cuando la emoción no basta, la razón construye sentido. Y el sentido, a veces, salva.

Entonces no se trata de elegir entre razón o sentimiento.
Se trata de comprender que la razón, a su modo, también ama.
Ama protegiéndonos. Ama dándonos estructura.
Ama haciendo que, incluso en medio de la tormenta, sepamos hacia dónde caminar.

Porque quizás no hay batalla.
Solo hay una danza silenciosa entre lo que sentimos y lo que entendemos.
Y en esa danza, la razón no siempre quiere ganar.
Solo quiere que no nos perdamos.


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